-Mi querido Diógenes cuida de mis
jardines. Atiende mis rosas como si estuviera aquí, para regocijo de mis ojos.
.- Desde luego Mi señor. -Replicó
el mayordomo. A pesar de su gesto impasible, podía verse en él cierta pena. Su
mirada se escondía en unos párpados que caían como uno telón. Unos párpados
arrugados. Con una curva, como trazada en la piel, y repasada una y otra vez
por el tiempo y más abajo, unos ojos celeste gris profundo, como un amanecer
claro y un cielo interminable, tímidos bajo los párpados. Ahora húmedos.
-
¿por cuánto tiempo se ausentará mi señor? si se
me permite, tal impertinencia, preguntó el anciano.
-
No puedo responderte, mi leal compañero. Debo
seguir lo que se me ha presentado en sueños. -
¿Pero qué haremos sin su presencia? Todo el ducado corre peligro.
-
Descuida, he mantenido reuniones con los
Marqueses, quienes comprometieron cuidarlo.
Así los duques de oriente y norte
acudirán si les necesitas. Hemos acordado que encenderás las almenas frente a
una amenaza y concurrirán de inmediato con caballerías, a tu auxilio. Sólo mantén
buen trato con los marqueses del oeste. Y si sobreviene un ataque por mar,
entonces ve por Sir Robert. Él sabe que he dejado los documentos firmados y
lacrados, donde te concedo hasta mi regreso el título de Senescal.
El anciano levanto la mirada. Estaba acomodando los arneses del caballo de Sir John, pero no pudo evitarlo. La frase le hizo vibrar desde dentro. Con un gesto brusco soltó el correaje y los ojos enormes miraron fijamente al Noble. Como si hubiera notado que el movimiento era incorrecto, bajo la cabeza. Luego replicó:
- Mi señor, no puedo aceptarlo. He trabajo a su lado desde mi infancia. Han pasado ya cuarenta años de vivir en palacio. Si bien he aprendido mucho, no tengo la sabiduría de mi señor. No podría, y por otra parte mis ocupaciones me impedirán dedicarme a los asuntos graves de los que se usted se ocupa. No tengo ni la agilidad ni la inteligencia. Por favor reveladme de semejante responsabilidad. No soy digno.
- Deja eso ya, mi querido Diógenes. Eres de hecho quien lleva adelante todos los menesteres de mi ducado. He contado contigo más que con nadie y has mostrado un desempeño leal y cariñoso. He meditado largamente en soledad. Bien sabes que paso largo tiempo en los bosques del pico, junto al lago, donde las ramas de los árboles escriben en el agua. He leído de ellos y he coincidido en que eres tú el más indicado.
- Mi pobre origen y mi linaje vulgar no son merecedores de tal dignidad. Una vez más, reflexione mi señor. Libradme. No puedo.
- No se hable más. ¿Han preparado mis vituallas? tengo largo camino. Marcharé todo el día y espero acampar en Lennox.
Diógenes termino de acomodar
ahora la montura. Los cabestros de cuero y detalles de plata repujada, estaban
en su lugar y ahora Winnter, el mejor caballo de sir John, estaba listo. En un momento Sir John, detuvo su mirada en
el caballo y se quedó meditando.
Recién su madre acababa de
parirlo. Era un como de nieve, que el viento caprichoso, le estampó unas
cenizas en la cara, y las crines. Tenía una presencia de animal noble, que
esperaba estallar cuando fuera su primavera. Allí mismo lo eligió, sería su
caballo de combate, de gala. Ese potrillo dejaba ver su destino de gloria. Le acarició
el cuello y el corcel aceptó la caricia. Reconociendo a su dueño de inmediato.
Unos jóvenes llevaban el
estandarte de la casa real. Con el único león en el centro, de color púrpura,
parado sobre sus patas traseras y sus afiladas garras desplegadas. Por encima
una corona de siete picos, dorada. Sobre un fondo azul. Luego la compañía tenía
20 caballeros y toda otra cantidad de
sirvientes y provisiones. Más atrás una caballada para descanso de los animales
y unos cuantos aves de corral. La travesía sería prolongada.
El camino se abre entre bosques. El
clima está frío y el otoño, se parece al invierno, con su cielo gris y sus
colores tenues, que impiden ver las diferencias en los tonos de verde.
Cada tanto algún claro. Estaban a
pocas horas de Lennox. El humo y el olor a alimentos cocinándose les anticiparon
que alguien estaría cerca. No podía de
todos modos mirar lejos, el camino ahora estaba yendo de recodo en recodo. Y los
bosques espesos, hacían la visión en línea recta casi imposible. Al galope y de frente se acercó el
explorador. Se detuvo frente a sir John.
-
Mi señor, hay unas gentes esperando la noche. Parecen
trashumantes. No he visto ni armas, ni vigías.
-
Avancemos pues, replicó sir John.
Cuando estaban cerca, unos gritos
tomaron la atención de Sir. John. Apresuró el paso y vio a un mocete amarrado a
un árbol de pie, con la espalda marcada de azotes, y un hombre corpulento, de
barba desprolija, que no ahorraba esfuerzo para atizar al joven.Con la compañía detrás se detuvo y sin bajar del caballo preguntó, que estaba pasando.
- Oh noble señor, sólo estoy educando al niño.
- ¿Y que ha hecho? Preguntó
- Ha robado de nuestro alimento. Por ello estamos propinando disciplina. No queremos que se convierta en un salteador de caminos.
Cerca de allí, una mujer lloraba,
muy ensimismada y en silencio.
-
¿es esa la madre? ¿Preguntó sir John?- Soy la madre. Él no ha sido, noble señor. Sólo se propuso a recibir los golpes.
- ¿y por qué lo ha hecho, acaso la ladrona eres tú?
Mientras hablaban, se acercaban
personas. Ahora ya con palos y azadas y algunos con arcos en las manos. De pronto
llegaban a un centenar. La madre enjugándose los ojos explicó.
- Mi otro hijo, el más pequeño, tiene diez años, y me ha sido imposible
explicarle, que aunque ellos estuvieran asando unas cabras, pudiéramos comer de
aquella comida, que no nos pertenece. Se ha escabullido y antes de poder
detenerlo, tomó unos trozos y corrió hacia donde nos encontrábamos su hermano y
yo. Fue entonces cuando se presentaron y mi hijo mayor, se responsabilizó del
acto, para que no atizaran al pequeño. Es que no puedo enseñarlos a tolerar el
hambre. Aún son jóvenes.
-
Son ladrones y deben ser castigados. Aprenderá
con sangre. -dijo el hombre robusto y azotó aún más bravamente al joven-.- Detente! -Exigió sir John-.
- Sólo cuando la fatiga de mi cuerpo lo mande.
Sir John levantó su mano derecha e hizo un gesto, que parecía ingenuo. La flecha silbó en el aire y un ruido seco. Para cuando todos miraron, el brazo que llevaba el látigo, estaba contra un tronco del mismo árbol donde el joven estaba atado. El hombre corpulento lanzó un grito de dolor y espanto.
Toda la caballería estaba ahora
pronta. Las flechas por fuera de los carcajes, las espadas desenvainadas, los
caballos inquietos y prontos.
-
El muchacho no tiene nada que ver y como lección
es excesiva. Se termine de inmediato con este martirio. Liberadlo y alimentad a
su familia en compensación. No querrán que los buitres se alimenten de sus
cuerpos tendidos en el claro.
Lentamente, las personas se
acercaron, ayudaron al hombre pegado al árbol y al joven su madre abrazó. Luego
prosiguió el niño, que corrió con un paño mojado a sanarle la espalda.
-
Marcharemos hasta el río donde haremos noche. Cuídense
de que no tengamos que volver por vuestros excesos.La caballería comenzó a moverse lentamente. Ahora todos les miraban a su paso. Lentamente el campamento fue quedando atrás.
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