domingo, 21 de julio de 2013

Capítulo I: “El Origen”


Cuesta entender esta historia. Explicarla requiere de esfuerzos para no mezclar los eventos, confundir los orígenes, fundir los personajes. En cualquier punto  de la línea de tiempo que nos ubicáramos, podríamos encontrar elementos de esta historia, elementos que podrían pasar desapercibidos, elementos prácticamente invisibles, a los ojos del observador mundano. Incluso de tal magnitud, que allí podríamos engañosamente hacer pasar el origen de esta trama de la que ahora soy llamado a dar testimonio. Debo reconocer que la historia me ha metido en cuanta trampa  ha podido y que he debido sobreponerme a enormes lapsos donde permanecí extraviado en el sinfín de engañosos laberintos que me tenía reservados.

Así llegue entonces a la conclusión de que era hora ya de comenzar a narrar lo que he visto, lo que he vivido y que en todo caso si algo fatal me pasara, o terminara extraviado en esta denuncia, entonces alguien pudiera seguir con el trabajo de alertar sobre esta existencia que sin duda, permitiría conocer y explicar que nos pasa. Victimas somos de una lucha en la que no tenemos nada que ver. Una lucha por la prevalencia de fuerzas más allá de nosotros. Fuerzas desencadenadas y antagónicas que trascienden los tiempos, los lugares, la historia.

Imagino los primeros, los que fueron los testigos iniciales, sus padecimientos, sus torturados pasos por la tierra, sin siquiera saberlo.

Durante mucho tiempo, he estado sumergido en bibliotecas, en fuentes posibles, que permitieran hallar en fin pistas en el pasado. He tenido enormes hallazgos y enormes decepciones. Aun así continué mi investigación. Me he topado con personas dementizadas, con discursos erráticos, discursos a los que hay que prestar atención. Se puede ver en ellos, datos testimoniales de contacto con la verdad. Acaso allí está la explicación a la locura. Pobres gentes.

Ahora bien, después de mucho reflexionar, el primer dato que encuentro hasta donde me ha llevado la imaginación, está en las sagradas escrituras, en el viejo testamento. Por alguna circunstancia, alguien ha puesto allí, lo que ha todo ha dado comienzo.  
Hace mucho tiempo atrás, tiempos inmemoriales. Cuando flotábamos en el espacio informe, un día y por obra de Dios, se escuchó…
“Que haya luz, y hubo luz”.  Es en este gesto de Dios, que todo empezó. La pretenciosa luz se extendió por todo el universo. Tomó lugares inexistentes y los puso visibles, borró en un instante  el misterio, lo insondable y lo dejo claro, visible, transparente.  De esto fue tomando nota la Oscuridad, dueña hasta entonces de todo cuanto existía. La oscuridad sempiterna, única habitante del universo, se sintió amenazada. Esta nueva presencia la inquietaba. Temía perder su absoluto dominio de cuanto existía. La preferencia de Dios. Al que pertenecía y le pertenecía, sin debate. En su manera de ver ella y Dios eran lo mismo. Siempre habían estado juntos y convivían en una eterna armonía. Nada podía interponerse a esa armonía, a esa dualidad. Dios y la oscuridad. Gobernando todo cuanto existía en el universo. Y ambos fluyendo con naturalidad, viajando a través del tiempo, sin más.
La oscuridad guardó silencio, mientras crecía en ella el celo, la envidia, la desconfianza.  Fluía ahora contaminada de sentimientos hostiles, de pasiones irrefrenables de extinción, de separación. Inmediatamente nombró enemiga a la luz en su interior. Juro una guerra contra ella y prometió no cejar en sus esfuerzos hasta que desapareciera. Las cosas debían ser como antes, Sólo Dios y ella. La luz, solo podría traer pesar, sufrimiento, inquina. Algo que nunca siquiera se había insinuado, pero estaba dentro de ella y de tales espantos era responsable la luz, por cuanto Oscuridad nunca había sentido sus sentimientos embargados en conmociones semejantes hasta entonces. Todo lo perfecto del universo había mutado ahora a una calamidad naciente y expansiva. La luz, traía miseria al corazón de la oscuridad. De esta miseria, creación de Dios, era responsable la luz y como tal tendría que desaparecer, pagando con su existencia, todo el mal que había generado.
Cierto día, Oscuridad, se presentó ante Dios en queja:
-        Mi señor, ¿qué has hecho?

-        He creado la luz.  El universo es muy hermoso.
-        Mi corazón es arrastrado por la pretenciosa luz, a sentimientos desconocidos para mí.  Me veo envuelta y aturdida por su pretensión. Su falta de respeto, su arrogancia.
-        No te veas amenazada.  Nada te pasará, me cuidaré de ello.
-        Pero, ¿hará falta que ande por todo el universo?
-        Debe contar con libertad. Déjala, llegará hasta donde le plazca.
-        Es que toma mis lugares, pierdo mis dominios, me siento aturdida por sus ruidos.
-        No te preocupes,  hay en el universo lugar para ambas.
-        Es maleducada. Ni se ha presentado, se mete por todos lados, he perdido totalmente intimidad.
-        Sabrás cuidarla, no temas. No se hable más. Ve a tus quehaceres. 
Oscuridad partió de allí, más decepcionada que cuando entró. La tristeza inundó todo su ser. Agrias lágrimas, recorrieron su rostro y humedecieron su ser. Pensamientos horribles se alojaron en ella. Muerte, dolor, sufrimiento duradero. Todo mal que pudo imaginar, todo lo desplegó en su interior.  Se retiró un tiempo. Viajó a los confines del universo, tratando de encontrar un poco de soledad. Estaba asfixiada, desconsolada. Ahora debía tolerar a la luz, con anuencia de Dios. Este le había vuelto la espalda, la condenó a soportarla. Impotente, inaceptable, permaneció retirada.
Tiempo ha pasado, la oscuridad quedó sumida en la desesperación, el odio. Tanto se dejó tomar por aquellos sentimientos, que finalmente, no pudo ya encontrar qué era una cosa y qué era la otra. Qué estaba al principio y que luego de la irrupción de la luz.
Ahora estaba tomada por el rencor que la atravesaba en todo su ser, toda su existencia, se había transformado en otra cosa. Una entidad perversa en la que habían crecido las mociones más ofensivas, más desleales. Mientras más crecían en ella, estos sentimientos la alimentaban y fortalecían en el perseguido fin de extinguir a su enemiga, de malograr su existencia maldita y ladrona. Así, aunque lentamente iba perdiendo paz, la fuerza que obtenía, le otorgaba coraje para la batalla que presentaría. Lograría su objetivo mezquino y sordo. Ser la única, la compañera, la armonía y el equilibrio de Dios.
Mientras más fuerte se sentía, mientras más rencor lograba, crecía en ella una confianza absurda, un audacia hacia una gran batalla de la que de seguro saldría victoriosa. 
En esa batalla, probaría ella su supremacía, ya que esta fuerza creada en la sola presencia de la luz, tenía origen en su parte divina. Estos sentimientos y la fuerza que le generaban, nuevos para ella, no podrían estar, si no fueran puestos allí por Dios. Estas Fuerzas destructivas, las sembró Dios en ella, para proteger la dualidad, la armonía, el balance perfecto, que por un instante Dios perdió de vista y necesitaría de ella, para recuperar. 
Así pergeñó su batalla, decidiendo entonces que ganaría y llevaría muerta a la luz y la arrojaría a los pies de Dios, para su regocijo, para recuperar lo perdido, para que  todo vuelva a lo inalterado y eterno. 
Ya había ensayado sus palabras. Su ofrenda. Su humildad, de ropas raídas y cuerpo lastimado de la batalla, para que su sangre ahora, forme parte del pacto con su Dios. El equívoco que ella podría perdonar, aprovechándolo para sellar su pacto. Retomando un destino que no debió cambiarse.
Ahora sólo está esperando el momento oportuno.

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