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¿El hijo de quién tiene que
morir, o matar? ¿Qué tenemos que esperar
que suceda para poder asimilar lo que está pasando?.
Frente al cuadro penoso de estar
al tanto de los relatos casi obscenos de los accidentes de tránsito y sus
consecuencias, quedamos todos absortos. Luego el morbo y la discusión
chimentera, que nos pone a escudriñar desde nuestra peor mala fe y la decencia tratando
de asomarse de a poco, entre tanta basura, tanto perfume hediondo que agrega a
un cuadro nauseabundo.
Claro la cosa es sencilla. La ley
no establece, en la figura de homicidio culposo la cuestión de tener altos
registros de alcohol en sangre, como un hecho que cambia radicalmente el
enfoque del accidente de tránsito.
Así, matar a alguien, en el
contexto de un accidente de tránsito, donde los protagonistas, adultos,
mayores, libres de decidir antes de conducir, beben y por encima de lo que la
ley establece como límite, cuando lo hacen, matan pero lo hacen sin tener intención, por estar
conturbada su consciencia y por tanto, tal estado podría incluso, configurar un
atenuante.
Todos pierden. Ni hablar el que
sufre la peor parte, me refiero a personas, peatones, que de la nada terminan
muertos, mutilados o tullidos, como consecuencia. Una locura al extremo del
relato “estaba esperando el colectivo y
un señor o señora borracha, terminaron con su vida” o dejando incapacidades
permanentes en sus víctimas.
Las personas cuando cometen un
acto de este estilo alcoholizadas, estaría bueno que se comprendiera, que no lo
estarán para siempre y que en algún momento tomarán contacto con el hecho
cometido. Pesará sobre sus consciencias. Y en muchos casos un arrepentimiento
silencioso.
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Hay que soportar y atravesar el
escándalo de los muertos sin culpables, de los crímenes no castigados, del caos
de tránsito. Cuando tienen más tiempo que noticias, incluso el parque automotor
o las calles o los semáforos. Todo extraño. Todo no persona. Lamento, pero
resulta que los automóviles no pueden circular solos, ni inventar las calles, ni
tornan locos por cuanto se sube un conductor. Antes bien, se trata de personas,
que cuando beben, cuando se prestan a tomar, hay un instante que deciden. Luego
manejan. Matan. Luego se desentienden. Para matar no decidió. Le pasó. Se cruzó.
Esperaba un colectivo. Un acto provocador, como pocos.
Hay que cambiar el canal, saltar
la página, mover el dial, para no toparse con un aluvión de palabras que se
desgranan al piso, y se transforman en polvo, porque no pueden hacer cuerpo. Palabras
condenadas a fracasar en su intento de explicar.
Está a la vista: una persona
bebió, decidió antes. Luego manejar y matar a alguien en estado de ebriedad, es
un crimen.
Después… Las palabras, las
oraciones, las reflexiones melancólicas de lo que se debería hacer. De lo que
no se hace, de los muertos, a veces muchos. De los deudos, impotentes,
ausentes. Parece que matar a alguien en estado de ebriedad, es mejor que ser
atropellado por un borracho.
El muerto no tiene nada. Sólo su
muerte no buscada. Su familia no tiene nada. Sólo un grito impotente. Sólo un
pedido de justicia, que no le está negado. Pero que sin embargo no los
consuela.
Es que: ¿no es obvio? ¿Cómo puede importarle a la gente común lo que
le falte a la ley? Que no está legislado, que el estado de ebriedad es un
atenuante, que hay que realizar más controles, que hay que trabajar en
prevención y una andanada de charlatanerías, va configurando un camino tortuoso
a la nada.
El homicidio liso y llano,
cometido como accidente de tránsito por personas que manejan en estado de
ebriedad, es un crimen en sí mismo. Y debe ser considerado como tal. De manera que haya un resorte judicial, que
no permita que las sanciones administrativas o las inhabilitaciones especiales
para conducir, se transformen en una afrenta. Porque a esta altura de la
civilización, que se dude de si es un atenuante o un agravante, resulta un
insulto para la gente.
El congreso de espaldas:
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Los muertos nos miran en
silencio. Esperan de nosotros y todos nos hacemos los distraídos. La muerte es un hecho real, concreto y con
consecuencias en la sociedad.
El estado de ebriedad, que
subyace a un homicidio culposo, no lo borra, no lo cambia. Si la respuesta como
sociedad es que “hay que cambiar la ley” y luego no pasa nada, entonces
esperemos no estar en la línea de paso de un conductor alcoholizado.
Esperar a que la ficción del
derecho, establezca entonces, luego de que el legislador exprese en forma de
ley, la voluntad de los representados y que esto no suceda, cuesta miles de
vidas. Miles de chistes de mal gusto.
Por eso se me hace pertinente
repasar: ¿quién tiene que ser el que muera, o el que mata, para poder dar
respuesta a este “vacío” legal?
Y cuando pasará esto, de manera
de ver si logramos, que en la atareada agenda de los legisladores, a alguno se
le ocurre, que a lo mejor esto, ayuda a la gente. Por lo menos a las víctimas,
que serían menor en número, si alguna vez alguien, que mató a otro en estado de
ebriedad, va preso, por lo menos durante el proceso.
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