jueves, 24 de enero de 2013

Me cuesta comprender.


Salgo en las mañanas.  Veo a la gente en sus afanes. Caminan. Todos determinados. Todos en sus atuendos y cada uno y cada quien tan acertados. Tan elegantes. Como gobernados por un propósito los veo conducirse. Van de aquí para allá. Llevan sus miradas, sus pasos firmes. Sus ventanillas arriba o abajo. Algún bolso, alguna cartera. Zapatos bajos, altos, zapatillas. Ropa ajustada, cómoda. Cada uno a su tiempo y todos a un ritmo. Los semáforos. Las caminatas. Los ómnibus. La gente subiendo, bajando. La luz y los tonos de una ciudad en marcha. La música incesante y característica de la ciudad y su nombre. El olor. Los aromas, marcando las horas: humeantes chimeneas.Caminatas. Auriculares. Teléfonos. Alguien parece estar hablando sólo. Prorrumpe en carcajadas. Atrae nuestra atención. Advertimos el auricular. Motores. Calma. Bramido. Otro semáforo.
Voy a los días y los días vuelven a mí. Voy a mis tareas y las tareas me esperan. Algunos días la rutina me ayuda. Otros días me juega mala pasada y la peleo. Peleo en la pregunta: ¿que estoy haciendo?
Este mundo, mi modesto mundo y todos los mundos de los que formo parte y me conforman, van en su armonía cadente, ruidosa y silenciosa.  Recordando en pocos momentos que hay mucho más allá de este aquí y ahora que me sujeta e infinitos mundos similares pero con dimensiones diferentes. Hay veces que en mis marchas me puedo detener y observar. Veo a alguien caminar por las enormes veredas y su insignificancia e indiferencia. Andamos marchando en la ciudad, rodeados de edificios, por veredas, entre calles. Cada algo que nos rodea es enorme. Un auto es una maravilla mecánica. Y entonces me imagino que es un carruaje y me hace antojo ver a nuestros antepasados marchando encima. Y me imagino yo lavando el auto o llevándolo a lavar. Y un señor en camiseta y tiradores lavando un carruaje. Un joven en un auto con la música a todo volumen y orgulloso. Pretendo entonces unos señores hablando del linaje de un caballo y su rendimiento.
Veo las luces y me imagino al farolero encendiéndolas cada noche. Y los diarios y el imprentero afanoso acomodando los tipos.
Al ver mi indiferencia, cuando me detengo, imagino el trabajo de ingenieros y albañiles y arquitectos. Intento capturar ¿cómo fue posible hacer un edificio? ¿Cómo logaron que sea bello? Que nos guste, que nos sea útil, que nos abrigue.
Mi tiempo y otros tiempos. Mi instante y el de tantos otros. Entonces me pregunto qué estará pensando alguien que cruza por la calle. Me hace curiosidad cuál será la razón de sus insomnios. ¿Los tendrá? ¿Quién lo espera por las noches?  ¿Prepararán en su casa una mesa y se sentarán alrededor y conversarán acerca del día, intercambiando anécdotas y vida?  O comerá sólo, rápidamente y se esconderá en un libro, la tele o la cama. No quedan muchos libros ni lectores.
El otro día esperaba. Esperaba y fumaba. Un joven en la calle toca el violín a la gorra. No me di cuenta de que estaba. No lo vi. Estaba en mis asuntos. Con la mirada llevada a objetos de mi pensamiento. De pronto el violín se me metió por los oídos. Y comenzó a tomar espacios sin siquiera yo dame cuenta. Pasó, me imagino, muy poco tiempo y el sonido de la música del violín había impregnado mi pensamiento. Un profundo “todo violín” se apoderó de la escena. Y me llenó de sentido el momento. Se me presentó mágico. El sonido del violín, la melodía se apoyaba en una dimensión desierta y aletargada de mi espacio de pensamiento. Y me di cuenta que la melodía venía a nombrar ese vacío. 
Entonces al atardecer las noticias. La televisión. Los que informan y como lo informan. Lo que es noticia. Lo que se hace noticia, novedad. Tema, tapa. “Urgente”. “Último momento”.
Nos ametrallan de “malas noticias” y luego dicen, que las cosas pasan y que ellos son solo responsables de exhibirlas. Una ingenuidad inaceptable.
Entre el farrago de información de cosas que pasan. De las inagotables autopistas de la comunicación, me formo una idea de un mundo vertiginoso. Un mundo lleno de objetos feos. Exacerbados por pantallas, mail, internet radio. 
El sentido de la estética puesto en cuestión. El sentido de la ética apocado, agrisado y raído en discursos falsos. Mentiras maquilladas. Después retomo. Valor. Precio.  Valioso. Y no. No tiene nada que ver.  Si advierto que hay un valioso social. Y ese valioso social está alejado de esas personas comunes.
Veo a la gente que es el latido esencia de esa cosa viva que es mi ciudad  y en ninguno puedo reconocer atributos exteriores de valor o disvalor. Sin embargo verlos es inspirador. Reconocerlos a diario saliendo a “hacer” la vida me obliga  a imitarlos y su tenacidad y optimismo y alegría me contagian.
Pero debemos estar mal. Ni matamos, ni pudrimos ríos, incluso nos olvidamos de la última versión del soft del teléfono. No producimos nada masivo. Exceptos sueños, anhelos. Tenemos pretensiones  modestas: que no llueva, que no haga demasiado calor, ni tanto frío. Que nuestros hijos sonrían, que crezcan sanos, que no los lastimen. Pretendemos un hogar y le llamamos casa. Queremos poder hacer lo nuestro cada día.
Por eso me confundo. Por eso no entiendo. Somos tantos, cantidades a todas horas. Hacemos la vida de nuestro esfuerzo. Caminamos las horas y agregamos a cada cosa que hacemos algo de nuestro ser, que va más allá de nosotros. Lo hacemos con alegría. Lo hacemos felices. Pedimos que nos dejen hacerlo.
Del otro lado y muy lejos, mientras tanto,  hay unos señores que no sé quiénes son, que se nombran como si fueran de nuestra pertenencia y salta a la vista que a nosotros no se parecen en nada, hablan en sus difíciles palabras y palabrean un mundo. Ese mundo del que hablan, no se parece en nada, a esas mañanas en las que salgo y me encuentro con la gente. La gente común. La del mundo real. Intentan confundirme. Por un instante me pierdo. Entonces, cierro los ojos. Viene a mi alguna melodía, se acompaña de una imagen: por suerte todo es de mi mundo, el que habito, el mundo en que estoy con esos otros, que hacen que todo valga la pena.

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