martes, 26 de febrero de 2013

¿El hijo de quién?


¿El hijo de quién tiene que morir, o matar?  ¿Qué tenemos que esperar que suceda para poder asimilar lo que está pasando?.
Frente al cuadro penoso de estar al tanto de los relatos casi obscenos de los accidentes de tránsito y sus consecuencias, quedamos todos absortos. Luego el morbo y la discusión chimentera, que nos pone a escudriñar desde nuestra peor mala fe y la decencia tratando de asomarse de a poco, entre tanta basura, tanto perfume hediondo que agrega a un cuadro nauseabundo.
Claro la cosa es sencilla. La ley no establece, en la figura de homicidio culposo la cuestión de tener altos registros de alcohol en sangre, como un hecho que cambia radicalmente el enfoque del accidente de tránsito.

Así, matar a alguien, en el contexto de un accidente de tránsito, donde los protagonistas, adultos, mayores, libres de decidir antes de conducir, beben y por encima de lo que la ley establece como límite, cuando lo hacen, matan pero  lo hacen sin tener intención, por estar conturbada su consciencia y por tanto, tal estado podría incluso, configurar un atenuante.
Todos pierden. Ni hablar el que sufre la peor parte, me refiero a personas, peatones, que de la nada terminan muertos, mutilados o tullidos, como consecuencia. Una locura al extremo del relato  “estaba esperando el colectivo y un señor o señora borracha, terminaron con su vida” o dejando incapacidades permanentes en sus víctimas.
Las personas cuando cometen un acto de este estilo alcoholizadas, estaría bueno que se comprendiera, que no lo estarán para siempre y que en algún momento tomarán contacto con el hecho cometido. Pesará sobre sus consciencias. Y en muchos casos un arrepentimiento silencioso.
A todos se nos presenta cuando relatan uno de los tantos que sucede por día, que hay un acto criminal en dejar a una familia con huérfanos, sin sostén, cuando matan a una persona camino al trabajo o en actividades habituales. Una vida cegada y las consecuencias de ello en los sobrevivientes. Y todo esto debido al abuso del alcohol, que además no necesariamente sucede en personas como alcohólicos enfermos, sino como eventos aislados en la vida de estas personas.
Hay que soportar y atravesar el escándalo de los muertos sin culpables, de los crímenes no castigados, del caos de tránsito. Cuando tienen más tiempo que noticias, incluso el parque automotor o las calles o los semáforos. Todo extraño. Todo no persona. Lamento, pero resulta que los automóviles no pueden circular solos, ni inventar las calles, ni tornan locos por cuanto se sube un conductor. Antes bien, se trata de personas, que cuando beben, cuando se prestan a tomar, hay un instante que deciden. Luego manejan. Matan. Luego se desentienden. Para matar no decidió. Le pasó. Se cruzó. Esperaba un colectivo. Un acto provocador, como pocos.
Hay que cambiar el canal, saltar la página, mover el dial, para no toparse con un aluvión de palabras que se desgranan al piso, y se transforman en polvo, porque no pueden hacer cuerpo. Palabras condenadas a fracasar en su intento de explicar.
Está a la vista: una persona bebió, decidió antes. Luego manejar y matar a alguien en estado de ebriedad, es un crimen.
Después… Las palabras, las oraciones, las reflexiones melancólicas de lo que se debería hacer. De lo que no se hace, de los muertos, a veces muchos. De los deudos, impotentes, ausentes. Parece que matar a alguien en estado de ebriedad, es mejor que ser atropellado por un borracho.
El muerto no tiene nada. Sólo su muerte no buscada. Su familia no tiene nada. Sólo un grito impotente. Sólo un pedido de justicia, que no le está negado. Pero que sin embargo no los consuela.
Es que: ¿no es obvio?  ¿Cómo puede importarle a la gente común lo que le falte a la ley? Que no está legislado, que el estado de ebriedad es un atenuante, que hay que realizar más controles, que hay que trabajar en prevención y una andanada de charlatanerías, va configurando un camino tortuoso a la nada.
El homicidio liso y llano, cometido como accidente de tránsito por personas que manejan en estado de ebriedad, es un crimen en sí mismo. Y debe ser considerado como tal.  De manera que haya un resorte judicial, que no permita que las sanciones administrativas o las inhabilitaciones especiales para conducir, se transformen en una afrenta. Porque a esta altura de la civilización, que se dude de si es un atenuante o un agravante, resulta un insulto para la gente.


El congreso de espaldas:
Unos señores legisladores, prueba ejemplar de la democracia, ¿podrán prestar atención a la agenda de la gente? Como sociedad, como país, tenemos que tomar una posición. Porque estoy seguro que dejar sin castigo a quien comete un acto, de esta naturaleza, me refiero  a un castigo que ponga por lo menos el acto criminal en la escena, es necesario.

Los muertos nos miran en silencio. Esperan de nosotros y todos nos hacemos los distraídos.  La muerte es un hecho real, concreto y con consecuencias en la sociedad.
El estado de ebriedad, que subyace a un homicidio culposo, no lo borra, no lo cambia. Si la respuesta como sociedad es que “hay que cambiar la ley” y luego no pasa nada, entonces esperemos no estar en la línea de paso de un conductor alcoholizado.
Esperar a que la ficción del derecho, establezca entonces, luego de que el legislador exprese en forma de ley, la voluntad de los representados y que esto no suceda, cuesta miles de vidas. Miles de chistes de mal gusto.


Por eso se me hace pertinente repasar: ¿quién tiene que ser el que muera, o el que mata, para poder dar respuesta a este “vacío” legal?
Y cuando pasará esto, de manera de ver si logramos, que en la atareada agenda de los legisladores, a alguno se le ocurre, que a lo mejor esto, ayuda a la gente. Por lo menos a las víctimas, que serían menor en número, si alguna vez alguien, que mató a otro en estado de ebriedad, va preso, por lo menos durante el proceso.

martes, 12 de febrero de 2013

Celebra la Vida

Hay una edad de la vida, que las cosas comienzan a perder el brillo, producto pienso, del paso del tiempo, que nos va esmerilando los puntos por donde Dios nos regala la oportunidad de tocar, aunque sea por unos instantes, la magia de la vida.
Así vamos con el paso de los años, perdiendo sensibilidad a la gracia que es ésta, nuestra vida, nuestro momento del universo. Ese lapso de modesto tiempo que pasamos y protagonizamos nuestro rol y el del universo. Somos, en el devenir del tiempo, el objeto que iluminan el sol y las estrellas y destinatarios de la luz que nos regala la luna. Algo así como el fin último de todo cuanto sucede.
Sin embargo producto de lo social y lo educacional, terminamos por tomar el día a día como un devenir implacable, como una reiteración de rutinas.
Cada minuto se ha ido del espacio de lo sensible y gana la escena el afán de tener unos seguros vitales, incorporados como indispensables,basados vaya uno a saber en que creencia, firmemente arraigada en nuestra cultura.
Mientras más nos acercamos a ser adultos maduros, menos percibimos los detalles. Somos más sordos. Las texturas ya no impresionan nuestra piel. Y las manos toman torpes lo áspero y lo terso.
Hay ocasiones en que el mundo nos dá una buena sacudida. Nos pone a vibrar en su máximo esplendor. Nos demuestra que la vida es mucho más que nuestro pequeño devenir y que tiene para ofrecer sin importar quienes seamos, que edad tengamos y cuanto poseamos, mejores cosas que las apocadas ilusiones de nuestra consciencia presente.
Mi hija tiene trece años recién cumplidos. Estaba en casa. Se desencadenó una lluvia, acaso una tormenta.
Entonces algo en ella fue tocado esa noche, en su cuarto, por esa lluvia y escribió esto que recibí en mi teléfono y que  a continuación publico. Lo hago por compartirlo. Por honrar lo bello, lo bueno.


Era una clásica tormenta de verano: calor, viento y agua cayendo desde el cielo muy rápidamente. La noche estaba muy calma, se podía oir perfectamente el agua caer y distinguir el sonido de cada gota chocando contra el piso. Cada tanto, se escuchaban los autos pasar sobre el asfalto mojado, un ruido inconfundible para aquellos que lo conocen. Juntos, estos sonidos formaban una hermosa armonía que adoraba escuchar.
De repente me sentí aturdida, ya no soporaba mas ese ruido tan calmo, necesitaba silencio, silencio absoluto. Pensé en dormir, en perderme en mi sueño libre de alboroto, en refugiarme en mis pensamientos. Así fue que sali del balcón camino a mi cuarto, a mi cama, a mi lugar de sueño. Sentía que el ruido me perseguía a todos lados, no sabia que hacer, pensé en hablar con mi hermana, pero me tildaría de demente, o mentirosa, ella no lo entendería, nadie lo haría. No recibiría ningún tipo de ayuda, así que decidí seguir con el plan original, descansar. Al llegar a mi cama, no dude en acostarme. No me importaba la ropa incomoda, ni las zapatillas ensuciando el cubre cama blanco, yo solo quería dormir.
Al ver que era imposible por tanto ruido, empecé a llorar, no hacia nada, tan solo lloraba. Me habia cansado de pensar, me había cansado del ruido. Vi la lluvia a través del ventanal de mi pieza y el ruido se hizo mas y mas molesto. Ya no sabia que hacer. Me tire al piso y recordé la voz de mi abuela cuando mi abuelo falleció, siempre decia que todo iba a estar bien, me tranquilice, y alli, en el piso, deje de llorar, solo quería que se detuviera.
Después de lo que parecía una eternidad, todo se calló. De repente no había mas ruido, no mas molestia. Solamente silencio. Desde ese entonces, nunca mas me sentí aturdida, nunca mas oi mas de lo que quería,
ni mucho menos. 


Agustina Selser

Como yo lo siento cuando lo leo y la veo tan pequeña y tan bella, cuando la leo y siento que lo hace mucho mejor que yo, cuando me moviliza la interioridad al punto de sentirla viva, compleja, profunda y transparente, entonces siento una vez más, la vida viva, la vida plena.
Aquello que entro como un mensaje de texto, parecía un mensaje de Dios:
"CELEBRA LA VIDA".

Gracias hija mía.
Te amamos
Tus padres.