Me encontró la vida.
Todas las noches, luego de apagar
la luz. Todas las mañanas, en cuanto
abría los ojos, antes de levantarse. Ensayaba una oración. Era su momento de reflexión.
Una especie de apertura de comunicación con el universo y el Dios en el que él creía.
Sus rezos tenían un momento que repetía
casi de memoria. Desde siempre. Los hacía de manera automática, rítmica. Un mantra
que siempre lo acompañaba. Sin embargo, era al final de ésos rezos, que abría
una conversación de espíritu. Solitaria. Serena, cuando podía. En ella recorría
sus intereses. Aquello que le inquietaba el ánimo. Aquello que le sobrecogía y
lo llevaba al sueño o al día tomado por alguna preocupación. Esperanzado a la
noche con un “se va a arreglar. Al final todo se arregla”. Levantándose
pensando “que termine hoy. Que se acomode”. En esos repasos, era puntilloso en
agradecer. Agradecía el día pasado, el día por venir. Se sentía privilegiado,
por cuanto le había tocado. Agradecía su salud. El bienestar de aquellos que
amaba, de los otros. Pedía prosperidad para todos. Celebraba poder elegir que comer, con que vestirse,
el techo sobe su cabeza y sobre sus seres queridos. Cuando tenía un pendiente
convocaba a la luz, para que ilumine su corazón torvo y el de quien le
interpretaba una conducta injusta.
No era particularmente dañoso, ni
bueno, ni justo. Sin embargo, se otorgaba ese tiempo de encuentro espiritual.
Muchas veces se preguntó si aquello era una cuestión de educación, o estaba en él
desde antes. Venía de una familia que no tenía ritos religiosos. Sin embargo
esa conducta en él era tan antigua, que le costaba encontrar donde se instaló, cuando fue su primera vez.
Si llegaba demasiado cansado, por
un largo día, probablemente marcharía al mundo de los sueños, en medio del
rezo, ya que el cansancio no era una buena razón para no realizar aquel rito.
Si se levantaba apremiado, o tomado por un tema sensible y se debía acicalar
con prisa, para no perder atención, cuando terminaba y viajaba a sus tareas,
entonces, retomaba aquel rito.
Cierto día, luego de una vez más
llevar adelante sus oraciones, como siempre se levantó. Puso a hacer el café. El tiempo del baño, de
asearse era el tiempo para que el café estuviera listo. La casa estaba en total
silencio. Era muy temprano, como siempre en la semana. Todos dormían. Se paró
frente al lavabo. Abrió la canilla, inclinó un poco la cara, para con el agua a
la temperatura adecuada, le tocara el rostro llevada por sus dos manos, como
siempre lo hacía. Luego levantó la cabeza. En el espejo, como si fuera de niebla
observó una figura. Su propia figura. Se
le hizo extraño aquello. No podía explicárselo, pero él se veía diferente
aquella mañana. De todas maneras, tomo la toalla, se secó la cara con la
toalla. Al darse vuelta para colgar nuevamente la toalla, reparó en la mampara
de la ducha y vio una figura. Esto era raro. Nadie se había bañado, no hacía
frio esa mañana. Curioso, la atención sobre la figura lo inquietó. Con la toalla,
repasó la mampara. Pero nada pasaba. Insistía con más energía.
De pronto escuchó.
-
Déjalo. No es la mampara.
Se alarmó aún más. Inquieto se
dio vuelta recorriendo todo el baño. Un sentimiento de intranquilidad le
dividió todo el cuerpo. La respiración
se le aceleró. Desistió de eliminar aquella figura. Colgó la toalla y se paró
nuevamente frente al lavabo, para retomar su rutina. Se explicó aquello convenciéndose
a sí mismo de que era una ilusión acústica y que probablemente se le presentó,
mientras estaba distraído, un pensamiento vívido. Se enjuagó las manos y cuando
dirigió la mirada al espejo escuchó nuevamente.
-
Tenemos que hablar.
Se dio vuelta con cierta alarma. Nada
vio. Se tranquilizó. No había nada. Debe de haber sido un pensamiento. Cuando volvió al rostro al espejo, allí
estaba la figura.
-
Quiero invitarte a una conversación. Hay cosas
que me debes.
-
Yo nada te debo. ¿Quién eres? Estoy volviéndome loco!!
-
No estás loco y si hay cosas que me debes.
Ahora su respiración es jadeante.
Está aterrado, mirando la mampara. Hablando, contra ella, pero convencido de
que dialogaba consigo mismo.
-
Yo soy lo Vivo que habita la vida. Soy lo que
subyace a cuanto hay en el universo. Soy todas las cosas a las que llamas
vida. Soy eso que construyes. Lo que
dejas para mañana y lo que nombras cuando dices ayer. Soy también, quien recoge
tus lágrimas, lo que habita en tu corazón. En mi está lo que nombras como
muerte, cuando alguien se transforma. Soy el agua cayendo, regando los campos.
Soy la sequía en donde crecen los escorpiones. También me convocas, cuando te
conmueves por la sonrisa de un niño. Estoy desde siempre, por cuanto no fue
posible crear un universo, sin mí. Nada existió antes y lo creado que no me
contiene, entonces no es.
Atormentado se lavó nuevamente la
cara. Ahora torpemente, agresivo. En vez de lavar parecían cachetadas
intentando apagar las palabras escuchadas. La voz. La inquietud.
-
Me has forzado a presentarme ante ti. Cada
noche, cada mañana, me nombras y se te escucha agradecido. Debo reconocer que
además me agradan tus formas. Eres un ser correcto, dedicado, amoroso. Trabajas
y tiendes al bien. De manera, que me resulta difícil no escucharte. Pero en el
seno de tu corazón encuentro en ti que en la lógica de las armonías, el
artilugio de la humanidad, parece que has llevado tu vida a un punto que no te
debo nada, que nada me debes. Aquí es donde no te encuentro razón. Aquí es
donde cada día es para mí la oportunidad de que me des aquello que me debes.
Sin embargo, vienes repitiendo siempre lo mismo. Eres agradecido. Te sientes
bendecido de la vida. Pero no has tocado entonces, lo que espero de ti.
-
A que te refieres. Si no he hecho más, pues será
que no he podido. Frente al dilema, intenté pararme del lado del bien. Mis
buenos precios me ha costado, pero lo prefiero. He sido honesto, manso. Traté
de no guardar rencor. No he dejado crecer en mí el odio, cuando las pasiones se
me apoderan, denodados esfuerzos realizo para no dejar reverdecer lo agrio, lo
oscuro.
-
Nada tengo para decirte. Cuanto dices es verdad.
Todo está bien, pero es incompleto y mucho me temo que ahora ya no podrás líbrate
de lo que he venido a decirte.
-
Habla pues. Di lo que tengas que decir, pero
déjame en paz. Te escucharé y te iras como has llegado.
-
Estoy de acuerdo. Vine a decirte que me debes
cosas. Tu misión en la tierra y como ustedes nombran a la vida, estas a mano.
Nada más debes hacer. Pero para poder completarlo, ahora debes crecer y hacer
más.
-
Trabajo todos los días. Soy generoso. Mis ojos
son transparentes. Los dobleces en mí, son recursos que a nadie dañan. Soy pudoroso
y no los dejo ver.
-
Ya cállate. Me debes la alegría. Me debes la
celebración. Me debes el alivio. A mí no me basta contento. Alegría lo es si es
con otros. Si contagia. Serenidad es paz
a compartir. Crearla y ofrecerla. De que vale agradecer, si lo haces
silenciosamente por las noches. Agradecer es a otros, los que te lo hacen
posible. Optimismo es formar parte de la vida de otro, llevándolo por ese
camino. Esperanza, es mostrar no tus logros, sino las trampas que te puso tu
corazón. Te nombras manso, pero quiero informarte que eso no es humildad. Te
empeñas en honrar la vida. Me floreas y hablas de mis promesas. Pero cuando te
escucho me generas tristeza. Me ves todo el tiempo, logras tocar mis objetos y
luego… Luego haces lo que hacen todos. Me niegas, transformándome en horribles síntesis
de una vida quieta, fija. Muerta. De modo que ahora tendrás más tiempo, para honrar
realmente lo más bello de mí. Lo que has de honrar para estar en mi universo.
No hables de mí ya nunca más, si vas a hacerlo de lo muerto en mí. Yo soy
acción y alma crecida en ese movimiento.
-
Es que no te comprendo.
-
Ya entenderás…pero si no lo haces, entonces, vendré nuevamente a
visitarte.
El silencio se
hizo inmenso. Ahora el hombre se toma la cara. Las lágrimas le empapan las
manos apretadas. La mampara tomó ese aspecto conocido. La figura ha desaparecido.
El piensa: “Padre nuestro, que estás en los cielos…”