viernes, 6 de septiembre de 2013

Por suerte: “…Saber olvidar, es también tener memoria…”


Para poder hablar de gente, tendremos necesariamente que hablar de personas. Personas como individuos. Personas singulares, solitarias, que andan por el mundo con sus bagajes, con sus historias y sus biografías. La palabra solitarias, bagajes, no tienen para este análisis connotaciones negativas, pero las personas son seres indivisibles, singulares, irrepetibles, diversas. Los seres humanos poseen una historia, una biografía, insignificante para el concierto del universo, formado por siete mil millones de personas, cada una con su historia, con su biografía. De hecho por muy esforzados que seamos, por capaces que fuéramos de ser y estar atentos sólo lograríamos conocer a lo largo de una vida a muy pocas personas, aun cuando fueran íntimas, cercanas, próximas.
Cuando uno conversa con otro y se inaugura un espacio de intercambio, las personas, comienzan de a poco a histografiar su existencia. Van dando información sobre su biografía de a lunares. Una persona, en cualquier momento que la encontráramos, es ya un ser histórico. Esa historia comienza desde el instante mismo de la concepción. Allí comienza su memoria. A partir de allí, estará en el mundo haciendo los instantes, que rápidamente se irán a ubicar a su pasado, por cuanto el tiempo en su afán indetenible, pone todo el tiempo la existencia en un pasado. Ese pasado, lo que ya no está y aun así ocurrió, incluso hace muy poco, se apila con lo que la memoria toma, que  es lo esencial y aparece entonces el concepto de remembranza. Vivimos en ese intermedio. El aquí y ahora que lucha contra dos entidades inexistentes, pero de un peso insoslayable. Vagamos por el mundo jalados por una entidad efímera y relativa que es el pasado, siempre corriendo, siempre arrebatándolo todo. Todo se transformará en memoria y sin decirnos, sin advertirnos, sin siquiera conocerlo, nos veremos forzados a que sea ella la que dicte qué es lo esencial y retirará incluso más allá de cualquier vocación, de cualquier intención de nuestra parte todo lo que no considere esencial. Es como si la memoria tuviera a pesar de su aparente inmovilidad, una vida propia en la que acomete este ejercicio de manera incesante. Es decir que lo que en apariencia recordamos, ni siquiera nos pertenece en términos de recuerdo, por cuanto la memoria ejerce una acción sobre lo pasado, transformando el recuerdo en remembranza, la que aún luego de ser convocada, nombrada, puede volver a ser afectada. Así el pasado es paradójicamente mucho más móvil, vivo, dinámico y heterogéneo de lo que podamos imaginar. Debemos destacar a este punto que la única forma de poder hacer memoria, de construir un pasado para nosotros, depende de la dimensión antagónica en apariencia de la memoria. Me refiero al olvido. La memoria para poder construir para poder otorgar entidad tiene que olvidar. Pero no como salto, como omisión, como tergiversación. La memoria hace paciente y ejercitadamente olvido. 
El hombre vive de los recuerdos, sin embargo, estos intentos de fijarlos, aprehenderlos, de narrarlos, no hacen más que poner en continuo una acción indispensable para el hombre: construir, histografiar su existencia, tratando de ir otorgando sentido, resignificando, sólo para poder soportar eso que somos: seres indescifrables, signos. Los objetos del juego sinfín del universo: la incertidumbre. Esa incertidumbre vacía, profunda, inmensa e insalvable: ¿qué somos, que estamos haciendo aquí, que hay después de nosotros mismos? A la que para contrastar debiéramos sumarle la única certeza disponible. Nadie conoce qué le depara la vida en sus azares. Sin embargo y aunque tardemos en comprenderlo, hay un momento del tiempo vital en que tomamos conciencia de que vamos a morir. Irremediablemente. Y así, desde el instante de la concepción, conjunto pequeñito de células diminutas reunidas, vamos transitando el camino de ida a la muerte. Ese espacio de tiempo desde la concepción hasta la muerte, lo denominamos vida.
Y resulta curioso que en ese intermedio cargado de dramatismo, por cuanto es un tránsito a la muerte de toda población viviente, de unos niños que son cuidados y protegidos, arropados para el viaje, ese intermedio sea expresión de lo mejor del hombre, lo más humano, lo que está condenado a ser revelado y por tanto bello, refiriéndonos a que la belleza está en la verdad de su esencia y si es de su esencia es bello; Así lo humano deja ver de a trazos, algunas veces diminutos, otras gruesos, lo humano del hombre, lo referido a la belleza de su esencia y entonces lo verdaderamente humano, ese derrotero a la muerte, termina por ser con alegría, con plenitud, con celebración. Es todo un tránsito, toda una vida, todas las vidas para poder rozar la belleza de la verdad esencial de la raza humana. Así, es como la vida entonces, vale las penas que nos depara. Así la vida cobra sentido, a pesar de su final conocido. Así la vida es una experiencia, que tenemos el privilegio de gozar, sobre toda otra especie que habita la tierra.
Somos los que tienen la fortuna de recorrer el camino y algo no dicho a nosotros, que forma parte de nuestra esencia en su estado más puro y sin embargo no revelada a nuestra consciencia, nos inspira a esa alegría, transformada entonces  en arte, creatividad, sonrisa, metáfora para regocijo de  los que fueron  y los que vendrán: Humanos.